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Treinta años de Soledad

Se cumple un aniversario del crimen de María Soledad Morales, la dulce chica de diecisiete años cruelmente drogada, violada, asesinada y despedazada en una orgía por los hijos del poder.

Hace treinta años, cuando el término femicidio no existía en la ley ni en el inconsciente colectivo en la Argentina, hubo una mujer que por instinto maternal se convertiría en impensada precursora del Ni una menos y de las marchas multitudinarias que socializan el dolor y el reclamo contra un flagelo tan viejo y persistente como la injusticia.

Es Ada Morales, la mamá de María Soledad Morales, la dulce chica de diecisiete años cruelmente drogada, violada, asesinada y despedazada en una orgía por los hijos del poder de la cuasi feudal Catamarca. Con sus lágrimas respetables y una intuición política impensable en un ama de casa ocupada en criar a siete hijos, lideró una lucha épica. Apoyada por todo un pueblo harto del abuso terminó con la dinastía que había gobernado cuatro décadas ininterrumpidas y llevó a la cárcel a los responsables principales del crimen. Pobre consuelo para su pérdida.

“Qué tanto lío, si solo se trata de una chinita”, sentenció despectivamente la elite catamarqueña para dictaminar que por ser mujer y pobre, y por el tono de su piel María Soledad no merecía justicia. (Eco siniestro del “algo habrán hecho”). Era corriente que los jóvenes de la rancia seudo-aristocracia familiar tradicional derrocharan el poder del dinero para deslumbrar y utilizar como objeto de diversión a las chicas pobres. Y no era infrecuente que en las fiestas negras “se les fueran” (cínica descripción del asesinato cruel) algunas de las víctimas. El espectro justiciero de María Soledad regresaría una y otra vez para propinarles un castigo ejemplar.

En este acontecimiento en el que sobresalen por su inmoralidad, perversidad y depravación los villanos, es hora de destacar a los héroes, que junto al cuerpo de Ada y el alma de María Soledad, dieron vuelta una historia con raíces tan antiguas que parecía imposible arrancarlas: La valiente monja Martha Pelloni, que desnudó la verdad con riesgo de su vida, las (mujeres y jóvenes) compañeras de colegio de María Soledad, y la ciudadanía que se sacudió masivamente el miedo a un sistema corrupto y salió a la calle a cuestionar su gobernabilidad.

Catamarca Ayúdame

El 9 de setiembre de 1990 apareció tirado en una banquina el cuerpo inerte de María Soledad. En un descampado a la vera de la ruta nacional 38, a siete kilómetros del centro de la ciudad. Semienterrado, cubierto apenas por el corpiño. El informe forense detalló que le fue arrancado el cuero cabelludo, cortado las orejas y vaciado un ojo. Tenía la mandíbula rota a golpes y el cráneo destrozado. Carlos Menem era el presidente de la Argentina, y Ramón Saadi -un joven heredero de la dinastía feudal que se había “adueñado” de la provincia cuarenta años atrás- era el gobernador y soñaba con suceder en la Casa Rosada al riojano.

Con el olfato que caracteriza a los que perduran en el poder, Saadi entrevió de inmediato que tenía cerrar el caso antes de que se convirtiera en una amenaza para la gobernabilidad. Instruyó al efecto al jefe de Policía, Miguel Ángel Ferreyra, que ordenó lavar el cadáver para borrar las pruebas y aconsejó públicamente (y cínicamente) a los padres que tuvieran “mayor control sobre sus hijos”. Después se sabría que su propio hijo intervino en el hecho.

Mientras plantaban como hipótesis de investigación el accionar de una secta satánica, Saadi y Ferreyra pergeñaron usar como chivo expiatorio a Luis Tula, un hombre adulto que había enamorado a María Soledad. Tula estaba casado con Ruth Salazar, que había reñido con la joven. Plato servido para la presunción del crimen pasional por venganza.

Los gritos del silencio

Ferreyra cometió un error. Fue cuando intentó apagar con la nafta de la represión el fuego naciente de la movilización. Las jóvenes compañeras de María Soledad en el colegio del Carmen y San José, que se sentían en peligro, resolvieron salir a la calle a protestar rezando frente a la catedral. Y le pidieron permiso a la rectora, la monja carmelita Martha Pelloni: “¿Rectora, nos deja hacer la marcha? - Sí, pero en silencio”.

Con la sencillez de creación de lo que será importante y perdurable, habían nacido las marchas populares del silencio, que desde entonces no descansan en la denuncia y castigo social de las injusticias y de las responsabilidades de los gobernantes de turno. Los adultos conmovidos se sumaron como despertando de un resignado letargo inmemorial, poniendo en riesgo el empleo público, prácticamente el único en una provincia sin chimeneas. Al tratar de impedirlas Ferreyra las incentivó. La globalización de la información -los medios comenzaron con las transmisiones satelitales en directo- potenció la novedosa forma de protesta, y contribuyó a que creciera. Hubo más de cincuenta marchas en el primer año tras el crimen. Al principio congregaban a 7.000 personas. Llegaron a ser 30.000 los del coro del grito del silencio.

La socialización de la verdad

Los periodistas que cubrimos esos acontecimientos históricos fuimos testigos privilegiados y difusores del desmoronamiento de los muros de autoritarismo y silencio erigidos por los Saadi; vimos cómo se abrían los labios que el miedo y el interés habían sellado durante décadas, y aparecían grietas que se fueron agrandando hasta que la verdad surgió con la fuerza incontenible del torrente que rompe el dique. La “socialización de la verdad” en palabras de la hermana Pelloni.

Algunos allegados a los Saadi, que no acudieron a la Justicia temerosos de las represalias, contaron sus verdades a la monja Pelloni. Había sido un crimen en una orgía de los hijos del poder: el hijo de Luque, el hijo del comisario Ferreyra, los sobrinos del gobernador Saadi... La difusión de la información se convirtió en urgente para Pelloni cuando se enteró de que tras fracasar con las torturas y el soborno para que Tula se atribuyera el crimen, lo iban a “suicidar” en la cárcel. “Fue un problema de conciencia”, explica.

Fue un escándalo nacional. El presidente Menem, al responder al reclamo de justicia de Ada Morales, envió a investigar el caso al comisario Luis Abelardo Patti, célebre cultor de la mano dura. “Tengo mucha fe y creo que él va a saber actuar bien, sabemos que es un investigador bueno”, me dijo Ada en el patio de tierra de su casa humilde después de mostrarme los cuadernos de letra infantil en el cuarto de María Soledad. “Deben estar muy desesperados para poner su confianza en un hombre procesado por acusaciones de tortura”, pensé.

Patti –que más tarde sería condenado por delitos de lesa humanidad- fracasó. Se limitó a tratar de probar infructuosamente la culpabilidad de Tula. Después de la denuncia de la hermana Pelloni aparecieron testigos que vieron a Guillermo Luque en Catamarca para la fecha del crimen. Luque quiso probar que por entonces estaba en Buenos Aires con evidencias… falsas. Para “defenderlo” su padre el diputado Luis Luque dijo “si mi hijo lo hubiera hecho, el cadáver nunca habría aparecido”. El alarde de poder mafioso le costó la banca. Tuvo que renunciar.

Muerto y enterrado

De Mar del Plata llegó el juez Luis Ventimiglia, que según Pelloni “fundió pruebas”. Peró fue él –quinto juez de la causa- el que procesó y mandó a la cárcel a Luque y a Tula y develó el uso de cocaína en el crimen. Preocupado por el eventual perjuicio electoral, Menem envió como delegado personal al empresario de pompas fúnebres Alfredo Péculo para medir el humor social, y el 17 de abril de 1991 declaró muerto y enterrado el ciclo de Saadi: le mandó la intervención federal en un intento de conservar a Catamarca para el justicialismo. También fracasó: en 1992, por influjo del caso María Soledad, el pueblo catamarqueño echó al Justicialismo. Ganó las elecciones el Frente Cívico, una coalición de radicales y socialistas.

El juicio, en 1996, recreó los aspectos terribles del drama. A las 9 de la noche del 7 al 8 de setiembre María Soledad se despidió de su mamá. “Mañana a las cuatro de la tarde estoy de vuelta, voy a dormir en lo de una amiga”, le dijo. El papá, Elías la llevó a la parada del colectivo que la trasladaría a la fiesta en el boliche Le Feu Rouge, destinada a reunir fondos para los pasajes para el viaje de egresados de las cinco alumnas que no podían costearlo. María Soledad una de ellas. La fiesta había sido bautizada “Noche de sorpresas”.

Pero María Soledad no se quedó con sus compañeras. Salió al parecer para encontrarse con Tula. Hay testimonios que la ubican en la parada del colectivo a las 3 de la mañana. Esa misma noche la vieron más tarde en la boite Clivus. También se dijo que estuvo a bordo de un vehículo de Arnoldo Saadi. Después el misterio. Ada asegura que al día siguiente, como no aparecía, sintió claramente un pedido de auxilio sobrenatural de su hija que la hizo buscarla por toda la casa.

Le faltaron el respeto cuando estaba viva y después de muerta. El poder la denigró describiéndola invariablemente en términos sexuales, con un discurso de género según el cual la mujer siempre despierta sospechas. Culparon a la víctima con alusiones de promiscuidad y descuido de los padres, y fueron por la mamá. Ada denunció que los policías la visitaban para presionarla cuando su esposo no estaba. “Me querían hacer sentir vergüenza de mi propia hija” contó. Nunca la pudieron quebrar. Madre, cómo conocías a tu hija. En una actitud despreciable Tula se hizo cómplice de la calumnia. Cuando se descubrió que Maria Soledad estuvo la noche del crimen junto a su auto, alegó con bajeza que “no la levanté porque olía a pescado”. Para Ada fue como una puñalada. “Lo que Tula declaró no tiene perdón de Dios. No es de hombre. Es de lo peor de un ser humano”

El encubrimiento

El juicio oral y público había comenzado el 26 de febrero de 1996, y enseguida quedó en evidencia una maniobra escandalosa de encubrimiento. Las cámaras de Canal 13 y TN descubrieron gestos cómplices de los jueces Juan Carlos Sampayo y Alejandra Azar (que en más de una veintena de audiencias nunca repitió el vestido) para beneficiar a una testigo favorable a Luque.

Primero se suspendió la televisación (la noticia le provocó a Ada Morales un pico de presión de 26), y finalmente el juicio se suspendió. El segundo juicio comenzó al año siguiente, y el 27 de setiembre de 1998 (habían pasado más de ocho años) el tribunal condenó a Luque a 21 años de cárcel por violación seguida de muerte (sólo cumplió 14), y a Tula a 9 años, como partícipe necesario (se probó que la entregó a los asesinos).

Guillermo Luque condenado a 21 años de prisiónPor: Diario Clarín

Después de la exhumación del cadáver para una segunda autopsia se estableció que María Soledad murió entre las 11 y las 24 del 8 de setiembre de 1990 por una asfixia provocada por una intoxicación severa con cocaína, que no solo fue inhalada sino también introducida por vía endovenosa o vaginal. Y que fue violada y penetrada con un objeto de puntas redondeadas. Para escándalo de Ada y la sociedad, el castigo se agotó en Tula y Luque, sin alcanzar a los otros participantes en la fiesta fatal, ni a los encubridores. Otra vez la justicia a medias, insuficiente.

Al alcance de Dios

Cuando el carácter político del caso fue evidente, los superiores de Pelloni la sacaron de Catamarca y la mandaron confinada a Goya, Corrientes. ¿Fue el poder religioso o el político? le preguntaron. Dijo que no tiene pruebas, pero que sabe que el pedido vino “de muy arriba”. Los padres de María Soledad -Elías ya falleció- se negaron a hacer juicio resarcitorio al Estado que los amenazó e insultó a su hija. “No queremos dinero manchado de sangre” dijeron con dignidad. Ada no guarda rencor. Pero le duele que nunca le hayan pedido disculpas.

Desde el principio gentes de Catamarca y de toda la Argentina llevaron sus pedidos, oraciones y “exvotos” al monolito que se levantó en el lugar donde hallaron el pobre cuerpo de María Soledad. Le piden y atribuyen milagros. “Tengo muchas cartas, en el cementerio hay muchas placas –dice Ada-. Yo aclaro porque no quiero tener problemas con la Iglesia… Pero ella fue mártir por todo lo que le hicieron, y está al alcance de Dios porque una joven con 17 años no creo que haya tenido maldad de nada”.

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